Muchos de nosotros recordamos alguna radio, televisión o teléfono que permaneció en nuestro hogar durante años, acompañando nuestro crecimiento y volviéndose una parte importante de nuestra familia. Quizás todavía, algunas casas conserven teléfonos de disco, televisores en blanco y negro, y aparatos radiales de gran porte, que causen asombro, por lo bien que funcionan a pesar de cargar más de medio siglo de uso intensivo.
Inevitablemente, comparamos estos aparatos con los actuales, pequeños y automatizados, con diversas funciones entremezcladas pero que un día, simplemente se apagan para nunca más volver a encenderse, perdiendo una o varias de sus funciones, dejándose de lado por ser tecnológicamente superados por “el modelo nuevo”, que nos lleva a caer en la compulsión de reemplazarlos aunque los mismos sigan funcionando bien.
Todo este comportamiento está relacionado con nuestra nueva relación con la tecnología. La estructura económica que sustenta a nuestra actualidad impone los conceptos de obsolescencia planificada, incitación al consumo de nuevos productos y ansiedad por mantenernos en una supuesta vanguardia tecnológica.
Debido a todo esto, vamos desprendiéndonos de un número cada vez mayor de celulares, impresoras, computadoras y demás, algunos de los cuales terminan arrumbados en un rincón, y otros directamente son arrojados a la basura, cuando su reparación se hace más cara que su reemplazo por otro equipo nuevo.
Cuando esto sucede, nos encontramos ante lo que se conoce como RAEE: Residuos de Aparatos Eléctricos y Electrónicos, y su recuperación es parte de lo que se dio en conocer como minería urbana. Tengamos en cuenta la cantidad de metales que se emplean en la construcción de cualquier aparato electrónico: el cobre de los cables, el oro de las CPU y celulares, el aluminio de los armazones, y otros materiales igualmente valiosos.
Se calcula que el 90% de un equipo electrónico es reciclable, y este porcentaje se verá aumentado, ya que las nuevas legislaciones insisten con que cada vez más partes y materiales que los fabricantes empleen en sus producciones sean recuperables. Esta tendencia carga al fabricante con la responsabilidad “de la cuna hasta la tumba”: todo material, empleado en la producción fabril, debe ser trazable hasta su origen, respetar normativas ambientales y ser recuperable, o bien ecológicamente inocuo en su disposición final; todo esto busca, entre otras cosas, disminuir al máximo la producción de basura, y recuperar metales “usados” para reducir la extracción minera “nueva”.
El 10% restante es contaminante y requiere un tratamiento previo a su disposición final.
Toda política sobre residuos debe ser integral; no basta con normativas parciales ni la acción sobre un aspecto del problema, ya que terminan siendo parches caros e ineficaces. Podemos disponer responsabilidades sobre el fabricante, segregación domiciliara, recolección diferenciada y separación, pero si nos limitamos a esto simplemente acumularemos basura separada en vez de mezclada.
La segregación tiene sentido si se le da destino a esos agrupamientos. Por ejemplo, en Brasil la recolección de latas de aluminio, de gaseosas, ha permitido que el metal recuperado se constituya en cerca del 80% del que consume su industria. Esto reduce el empleo de aluminio “nuevo” y genera un círculo virtuoso, máxime porque los recolectores urbanos se integran realmente al sistema productivo como proveedores de materia prima metálica, obtenida de un modo distinto al de la minería.
En el caso de la basura electrónica, un estudio de Greenpeace muestra que cualquier celular contiene un 0,025 % de oro, metal cuya extracción está cuestionada por su obtención mediante minería a cielo abierto en nuestro país, con su secuela contaminante.
En cifras, nuestro país sólo recicla el 15% de los RAEE que se generan; los cálculos oficiales dan cuenta de que cada argentino genera entre tres y cuatro kilogramos de basura electrónica por año, lo que representa 120.000 toneladas anuales. Poco más del 50% de ellos está almacenado en los hogares, oficinas y comercios.
En los entes públicos, la situación es más compleja porque al estar inventariados, no pueden ser fácilmente entregados para su reciclado.
Aproximadamente el 40% termina en algún basural o relleno sanitario, y el 10% restante ingresa en algún esquema formal o informal de gestión de residuos, si bien dentro de ellos un porcentaje importante es directamente destruido por los fabricantes, al no pasar controles de calidad, sufrir daños durante el embalaje y transporte, etc. Queda evidenciado, el derroche de recursos recuperables, a la vez que una fuente de contaminación.
En Argentina, se descartaron en 2012 más de 10 millones de celulares. Según estudios, de haberse reciclado habrían podido obtenerse 228 kilogramos de oro, por un valor de casi trece millones de dólares; 1.750 kg de plata por US$ 1.850.000 y 81.000 kilogramos de cobre por unos US$700.000, a esto puede agregarse otra masa de metales menos cotizados o empleados en menor cantidad, como las tierras raras, compuestas por elementos utilizados para fabricar productos de alta tecnología como pantallas LED, componentes para autos, imanes y baterías recargables, entre otros.
Hoy, China, Europa y Estados Unidos se disputan este mercado para poder abastecer el suyo para la fabricación de estos aparatos. El aprovechamiento de estos metales es un buen negocio: en Argentina existen tres plantas dedicadas a la recuperación metalífera de los RAEE, que aprovechan lo que se puede separar, y lo que no, se envía a las refinerías en Suecia, Alemania y Bélgica.
El doble efecto de la minería urbana es la obvia recuperación de materiales y metales escasos, cuya obtención desde las minas generan fuertes impactos ambientales; y la reducción del efecto contaminante en napas de agua, suelos y aire al depositarse en los basurales, ya que los RAEE también tienen componentes tóxicos, como plomo, mercurio, berilio, selenio y cromo, que inciden en el ambiente y la salud.
Pero para que el conjunto de la actividad sea rentable, se requiere acumular un alto volumen de metal: por ejemplo, se necesitan 15.000 kilogramos de plaquetas de celulares y computadoras para cargarlos en un barco, de modo que recuperar poco no es negocio. Y esto, pese a que la cantidad de equipos que se reciclan parece alto, entre 150.000 y 170.000 kilogramos de aparatos, de los que se obtiene un 2% exportable.
Evidentemente este tema requiere una estrategia de estado, donde debe analizarse el conjunto de la problemática; en nuestro país, desde 2008 se encuentra en el Congreso un proyecto de ley para la recuperación, reciclado y reutilización de la basura electrónica, que se descarta en Argentina. El proyecto establece el concepto de “Responsabilidad Extendida del Productor”, bajo el cual las empresas que ponen en el mercado los productos eléctricos y electrónicos deberán ser responsables financiera y legalmente por la gestión y tratamiento de sus propios residuos.
En 2011 el proyecto fue aprobado por el Senado, pero todavía el texto no ingresó a la agenda de la Cámara Baja
.Autor: Eduardo Tassano
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